En el obscuro jardín del
manicomio los locos maldicen a los hombres, las ratas afloran a la cloaca
superior buscando el beso de los dementes. Un loco tocado de la maldición del
cielo, canta humillado en una esquina, sus canciones hablan de ángeles y cosas
que cuestan la vida al ojo humano. La vida se pudre a sus pies como una rosa y
ya cerca de la tumba, pasa junto a él una Princesa. Los ángeles cabalgan a lomos
de una tortuga y el destino de los hombres es arrojar piedras a la rosa. Mañana
morirá otro loco: de la sangre de sus ojos nadie sino la tumba sabrá mañana nada.
El loquero sabe el sabor de mi orina y yo el gusto de sus manos surcando mis
mejillas, ello prueba que el destino de las ratas es semejante al destino de los
hombres.
A quien me leyere:
Los libros caían sobre mi máscara
(y donde había un rictus de viejo moribundo), y las palabras me azotaban y un
remolino de gente gritaba contra los libros, así que los eché todos a la
hoguera para que el fuego deshiciera las palabras...
Y salió un humo azul diciendo
adiós a los libros y a mi mano que escribe: "Rumpete libros, ne rumpant
anima vestra": que ardan, pues, los libros en los jardines y en los
albañales y que se quemen mis versos sin salir de mis labios:
el único emperador es el
emperador del helado, con su sonrisa tosca, que imita a la naturaleza y su olor
a queso podrido y vinagre. Sus labios no hablan y ante esa mudez de asombro,
caigo estático de rodillas, ante el cadáver de la poesía.
Leopoldo María Panero
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